Desde el principio ellos y aproximadamente veinte compañeros de apoyo que llegaron de diversos países, encontraron dentro del gran edificio un ambiente de aprehensión. Su contrato decía que ellos vivirían dentro de las cómodas instalaciones del edificio de la farmacéutica, y de hecho así fue pero, aparentemente solo una pequeña fracción de lo que debía ser una larga nómina de empleados asistía por las mañanas a trabajar.
El resto, personas aparentemente alegres pero de mirar frío y lascivo; se presentaban casi siempre, muy entrada la tarde. Ocupaban sus puestos de trabajo, prácticamente reemplazando a los que llegaban por la mañana.
Claro, no era raro que, en una empresa que funcionaba las veinticuatro horas del día, hubiera empleados de segunda y hasta triple jornada. Lo raro en sí, era el hecho de que eran muchos más de noche que de día, se conocían todos entre sí ; todos tenían extrañas maneras de hablar y expresarse y movimientos pausados y elegantes a la vez que rápidos, era como si estuvieran rodeados de seres inexistentes pero palpables. Después del atardecer, el edificio se llenaba en su totalidad, pero irónicamente adquiría el ambiente de una casa embrujada.
Lo peor eran las miradas. La Dra. Rossenbaum fue la primera en notarlas. Cada vez que salía de los laboratorios por cualquier motivo, todas las voces a su alrededor se acallaban y todos, absolutamente todos la miraban fijamente. Podía sentir esas frías miradas recorriendo cada parte de su cuerpo y, a pesar de llevar una larga bata blanca sobre sus ropas, no podía evitar la sensación de exposición. Se sentía desnuda frente a todos ellos.
Cada vez que volteaba, cada rostro que encontraba tenía sus ojos clavados en ella, mirándola con una media sonrisa dibujada en los labios.
Sabía que era bonita, pero esto era demasiado; se sentía casi como debía sentirse la gacela frente al león; la lascivia en sus actitudes podía casi tocarse, era exagerada. Más que lascivia, Cira Rossenbaum hubiera dicho que era apetito.
Pero la verdad es que a los pocos meses de haber llegado, casi se convirtieron en prisioneros de la farmacéutica, y de un extraño sujeto que solo se hacía llamar Dr. Gilliam y bajo órdenes estrictas y maltrato verbal los obligaba a trabajar día y noche desarrollando fórmulas y engrandeciendo su ciencia, solo con oscuros propósitos.
El Dr. Brennan fue el primero en darse cuenta que ellos, que habían desarrollado su ciencia para el bien de la humanidad, ahora lo hacían para beneficio personal de los misteriosos propietarios de la farmacéutica.
¿Qué hace un físico quántico y técnico atómico en una compañía que hace medicinas? Se atrevió a preguntarlo una sola vez, y ahí empezó su calvario y el de sus compañeras.
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